A mis 45 años, la vida me enseñó una vez más que hay cambios significativos que aparecen sin avisar. Nunca había imaginado que un perro podría transformar no solo mi rutina, sino también mi manera de situarme en el mundo.
Mi primer “animal de compañía” (prefiero esta acepción a la de “mascota”, para no pensarlos en términos de propiedad), llegó de manera inesperada. Mi sobrina Mechi insistía con que me hacía falta un perro. Mis respuestas no me deslumbraban, ni las rechazaba. Si era su deseo, lo aceptaría como la ofrenda de una persona a quien adoro. Poco tiempo después, su promesa se hizo realidad: sólo me consultó si quería una hembra o el único macho de la manada. Elegí el macho, sin ninguna preferencia particular. Una tarde sonó el timbre: “¿No es hermoso?”, evaluó desde la puerta, con una sonrisa que delataba que sabía lo que hacía, y depositó en mis manos un animal diminuto. Sí, era hermoso.
Sin entenderlo demasiado, lo había estado esperando desde siempre. “En buenas manos has caído”, recuerdo haber publicado en Instagram. Estábamos en el patio y en YouTube sonaba una lista aleatoria de rock and roll. La aparición de Ziggy Stardust me ayudó a definir su identidad: “Bowie, bienvenido a casa”.
Nunca tuvimos animales. La excusa era que mis padres guardaban el dolor de haber perdido a un perro, recién casados, hace más de cincuenta años. Aquello los marcó de tristeza y decidieron no volver a tener otro. Crecí respetando aquella decisión. Por lo demás, a nadie en mi familia le interesaba tenerlos.
A mi manera, compartía en silencio esa nostalgia anticipada que puede causar la pérdida de un ser querido. Cuesta asumir el encuentro inevitable con la muerte. Y algo peor: la paradoja del miedo a sufrir que nos impide arriesgarnos a experimentar (con desenlaces felices o dolorosos, nunca se sabe) y nos paraliza de antemano. El “no hacer” por temor a la frustración y no disfrutar el “mientras tanto”, que es, en resumidas cuentas, la vida misma.
[ Leer nota completa acá ]
Fuente: Federico Riveiro - Clarin.com