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Categoría: Interés general
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Publicado: Lunes, 06 Septiembre 2021 12:03
Cuando se trata de fijar normas para preservar y mejorar el mundo en que vivimos, se debe actuar con mucha humildad.
Hace un año y unos pocos meses, cuando el Covid-19 todavía era una novedad, hubo una serie de textos en los que se anunciaban los cambios que el virus iba a provocar en nuestras vidas.
Se anticipaba, según el autor y el caso, el crecimiento o la reducción del rol del estado; el ocaso del capitalismo o su resurgimiento; el despertar del espíritu solidario o la exacerbación del egoísmo, o alguna otra de las muchas oposiciones que vemos a nuestro alrededor y que, en general, son más difíciles de resolver de lo que nos gustaría.
Y era casi inevitable que, en esas disquisiciones, se colaran algunas vinculadas a la naturaleza y a los modos en que nos vinculamos con ella.
Así, de pronto, nos vimos sumergidos en una serie de discusiones acerca del papel que les había tocado a los murciélagos, a los pangolines o a alguna otra de las especies que se pueden encontrar en los mercados mojados de Wuhan, y para el caso, de los territorios en que vive cerca de la cuarta parte de la población mundial. Y, a escala local, las más diversas hipótesis acerca del peligro que podían representar nuestros perros y gatos.
Un poco después, pero ahora ya con un sentido distinto, empezamos a recibir noticias acerca de los efectos beneficiosos que provocaba nuestro encierro. De pronto, las ciudades eran visitadas por pumas, cabras, monos, osos elefantes, renos y medusas, que parecían empeñados en recordarnos eso de que no hay espacios vacíos, y que, si nosotros nos retirábamos, ahí estaban ellos, dispuestos a remplazarnos.
Parecía quedar demostrado que, si la mayor parte de nosotros nos quedábamos en casa, no solo evitábamos los contagios (¿?) sino que, además, generábamos un ambiente casi paradisíaco en el que los animales y nosotros podíamos convivir armoniosamente.
Pero, al cabo de un tiempo, volvimos a salir a la calle, y aquellas imágenes que sugerían que, al menos en términos ambientales, el virus y la cuarentena habían provocado algún efecto beneficioso, empezaron a diluirse.
Mientras esperamos las segundas dosis, la inmunidad colectiva, la variante delta, el invierno siguiente y la postpandemia, se nos hace saber que la crisis ambiental sigue siendo tan grave como en el 2019, que el río Paraná está en su nivel más bajo en un siglo, que el futuro de Vaca Muerta es un poco menos luminoso que antes, que los barbijos usados constituyen una nueva fuente de contaminación y por si todo eso no bastara, que los carpinchos de Nordelta están fuera de control.
Podría pensarse que esta proliferación de noticias vinculadas con el medio ambiente es una circunstancia pasajera; pero existen indicios que sugieren que no es así, y que las preocupaciones derivadas del estado de la naturaleza nos van a acompañar durante un buen tiempo.
Y si eso ocurre, quizás sea prudente que nos empecemos a familiarizar con algunas reglas que, en principio, no se ajustan a los criterios a los que estamos acostumbrados.
La primera es que los procesos naturales son indiferentes frente a nuestras intenciones. Los buenos deseos y, sobre todo, los buenos discursos no pueden modificarlos, y si de verdad queremos reducir las emisiones netas de gases de carbono o contribuir al mantenimiento de las áreas y poblaciones silvestres, tendremos que hacer cambios concretos.
Para algunos, eso pueda significar, cosas tales como separar los residuos, cambiar el auto por un modelo híbrido, elegir los productos en función de la huella de carbono que se genera en su producción o aceptar que su jardín sea atravesado por un sendero para carpinchos. Pero hay otros que se verán forzados a hacer sacrificios mucho más dramáticos que, a veces, implican renunciar a recursos esenciales o a los medios y modos de vida que conocen.
Una segunda regla que deberíamos tener presente es que, al menos en términos prácticos, los procesos naturales no tienen principio ni fin.
La mayor parte de los problemas que identificamos hoy están generados por una secuencia de procesos que se ha iniciado hace mucho tiempo, y las acciones que tomemos o dejemos de tomar tendrán consecuencias que, en muchos casos, no serán fáciles de evaluar en los horizontes temporales a los que estamos acostumbrados.
Se suele decir que una política de Estado debería sostenerse por diez, veinte o treinta años; pero si el objetivo es generar algún efecto ambiental de cierta relevancia, es posible que esos plazos constituyan, apenas, un período de pruebas preliminares.
La tercera, y tal vez la más importante de las reglas, es la incertidumbre. La historia está llena de ejemplos en los que las consecuencias ambientales de nuestros actos han sido completamente distintas de las que se preveían. Y mal que nos pese, y a pesar de todo lo que se supone que hemos aprendido en el curso del tiempo, es probable que eso siga ocurriendo.
Los procesos naturales de cierta escala involucran factores múltiples y complejos, y al menos hasta ahora, los modelos predictivos no han sido particularmente exitosos.
Seguramente hay otras reglas más; pero estas tres podrían alcanzar para recordarnos que, cuando se trata de fijar normas para preservar y mejorar el mundo en que vivimos, se debe actuar con mucha humildad.
Porque, cuando se trata de resolver problemas que nos conciernen a todos, lo más probable es que nadie tenga toda la razón; nadie tenga toda la culpa, y nadie pueda asegurar honestamente que sabe cuáles serán las consecuencias de uno u otro camino. Tal vez no sea mucho; pero ya se dijo otras veces, por algún lugar hay que empezar.
Fuente: Alejandro Winograd - Clarin.com