El 24 de abril de 1925, hace exactamente 100 años, el suizo Aimé Félix Tschiffely con dos caballos criollos partía desde Buenos Aires rumbo a Nueva York; Emilio Solanet reconstruye los orígenes de una proeza que marcó la historia rural argentina.
Dentro de unos días, en un rincón del sudeste bonaerense, va a suceder algo más que un homenaje. Será el reencuentro con una epopeya que cumple un siglo y que, sin embargo, sigue viva. El 26 de abril celebrarán los 100 años (en realidad, cien años y dos días) desde que Aimé Félix Tschiffely, un maestro suizo con alma de Quijote, montó a dos caballos criollos —Gato y Mancha— y partió desde Buenos Aires rumbo a Nueva York. Un viaje que parecía imposible, y que terminó convertido en una de las mayores gestas ecuestres de todos los tiempos.
La escena parece de fábula: un jinete extranjero, dos caballos nacidos en la llanura argentina, y un mapa que atraviesa la cordillera, el altiplano, la selva, los desiertos y las fronteras políticas y climáticas de un continente entero. Pero la historia fue real. Tan real como los huesos de esos caballos, hoy enterrados en El Cardal, la estancia de la familia Solanet, donde todo comenzó.
A una semana del centenario, Emilio Solanet —nieto del hombre que le entregó a Tschiffely los dos caballos sin saber si volverían— repasa, desde el corazón del campo, los detalles íntimos de esa aventura. Y lo hace sin grandilocuencias, con la naturalidad de quien convive desde siempre con una leyenda familiar que se volvió parte del ADN argentino.
Emilio revive lo que fue una amistad inesperada, una apuesta sin garantías, dos caballos que no sabían de fama, y un sueño que cabalgó durante tres años sin más motor que la convicción y el temple.